8.6.07

El robo inolvidable

El peruano Luis se compró una latita de Coca Cola en el puesto de bebidas del lado brasilero de las cataratas del Iguazú. Era domingo por la tarde y estaba paseando a cinco parásitos uruguayos que le cayeron en su casa de Asunción unos días antes. El “contacto” le había dicho que iba con uno o dos amigos... y le llenó la casa.

Luisito estaba cansado, pero sabía que al día siguiente los zánganos retornaban a casa. Manejó 350 kilómetros solo para que ellos vieran unos cuantos chorros de agua de considerable espesor cayendo entre unos arbolitos sobre unas piedritas.

Caminó unos metros por la pasarela y se recostó sobre la baranda de madera verde a disfrutar del paisaje. Frente a sus ojos, junto a un tacho repleto de basura, un enjambre de bichejos inmundos se revolcaban entre los desperdicios y se peleaban por cáscaras de banana, envoltorios de galletitas y envases vacíos. Detrás suyo la imponencia de los enormes saltos de agua, la misma que estampó magistralmente Roland Joffe en “La misón”, hace 20 años.

Cuando parecía que las alimañas se alejaban hacia otro tacho, se escuchaba un ruido sordo, el recipiente se movía un poco y asomaba un hocico desde adentro. El coatí había pasado los últimos 10 minutos morfando lo que viniera en el fondo del basurero. Saltaba hacia afuera y volvía a la pelea, con 10 o 15 contendientes.

Luisito disfrutaba de su refresco, olímpicamente de espaldas a la maravilla, pues aquel paisaje deslumbrante no era novedad para sus ojos. Apoyó la lata en la baranda cuando uno de los insaciables mamíferos divisó desde lejos el inconfundible logo escrito en blanco sobre rojo. Se alejó unos metros hacia un costado y buscó un sitio por donde trepar hasta la baranda. El peruano no lo vio, y sus amigos se hicieron los osos. Le siguieron dando charla mientras la audaz alimaña llegó hasta la lata, exactamente atrás de su dueño.

Lo que el coatí hizo a continuación dejó a todos sin palabras. Con una pata dio un pequeño golpe a la lata, que cayó hacia un costado. Con la otra la atajó permitiendo que saliera un fino chorrito de líquido burbujeante, y se mandó todo lo que quedaba en cuatro o cinco frenéticos sorbos. Una contundente demostración de inteligencia, producto de la evolución natural de un bicho que en contacto con los humanos no hace otra cosa que imitarlos: chorear lo que tenga a mano.

Cuando el peruano se dio cuenta que había sido ridículamente birlado por un coatí, se rindió ante la fuerza de los hechos y terminó aplaudiendo al ladrón, al igual que los uruguayos, quienes lo reverenciaban como a un mesías, ya que lo que acababan de ver era exactamente lo que ellos habían estado haciendo toda la semana en cuanto boliche o antro nocturno pisaron: robar sin escrúpulos vasos, copas y botellas ajenas, inclusive las llenas.

Queda aquí develado el misterio de la hermandad coatí. Salud y larga vida al bichejo inmundo.